Que todo mi ser espere en silencio delante de Dios, porque en él está mi esperanza. Solo él es mi roca y mi salvación, mi fortaleza donde no seré sacudido. Mi victoria y mi honor provienen solamente de Dios; él es mi refugio, una roca donde ningún enemigo puede alcanzarme. Oh pueblo mío, confía en Dios en todo momento; dile lo que hay en tu corazón, porque él es nuestro refugio.
– Salmo 62: 5-8
Nuestro mundo nos enseña que si hacemos las cosas correctas, tendremos éxito. Si estudiamos con diligencia en nuestra juventud, podemos conseguir el trabajo que siempre hemos querido. Si asumimos más proyectos en el trabajo, podemos conseguir la promoción. Si enseñamos a nuestros hijos correctamente, se portarán bien. Si dedicamos tiempo a nuestro matrimonio, estaremos mejor equipados para resolver conflictos. Pero cuando estas fórmulas no se cumplen en todas las situaciones, nos desanimamos.
Pensamos que podríamos ganarnos un futuro mejor, pero la realidad a menudo nos deja sin esperanza.
En el libro de los Salmos, David nos enseña que la esperanza no es algo que podamos fabricar por nuestra cuenta. Dios es el dador de esperanza. Pablo, un líder de la Iglesia primitiva, escribió a la gente de Éfeso:
“Dios los salvó por su gracia cuando creyeron. Ustedes no tienen ningún mérito en eso; es un regalo de Dios. 9 La salvación no es un premio por las cosas buenas que hayamos hecho, así que ninguno de nosotros puede jactarse de ser salvo. ”
– Efesios 2: 8–9
Cuando le damos nuestra vida a Dios, Él pone esperanza en nuestro corazón.
No existe una fórmula mágica que automáticamente nos llene de esperanza. Un regalo no es algo que se gana; se da gratuitamente. Lo mismo ocurre con el don de la esperanza que ofrece Jesús. Solo necesitamos recibirlo. No hay nada que podamos hacer para extinguir Su amor indiviso por nosotros.
Jesús, gracias por darnos no solo la salvación, sino también la esperanza. Ayúdame a mirar mis circunstancias actuales con esperanza porque Tú estás conmigo.
Bendiciones
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